Ripoll. Impregnada de una larga historia que da
signo de identidad a Cataluña.
La historia, que tiene como principal rasgo rememorar épocas pretéritas, permite descubrir los aspectos políticos, económicos, urbanísticos, culturales… de una época lejana en el espacio y el tiempo. Sin embargo, las fuentes documentales y el patrimonio arquitectónico se convierten en un medio fundamental para conocer las diversas etapas por las que ha pasado Ripoll.
La villa tiene unos orígenes estrechamente vinculados con el Conde Guifré el Pelós, quien según una leyenda creó la bandera, y el monasterio benedictino de Santa Maria, con un importante peso en la historia de Cataluña, por su poder político, religioso, económico y cultural .
Sin embargo, la personalidad ripollesa se ha forjado también con el trabajo del hierro, la fabricación de armas de fuego, de tanto prestigio en todo el mundo, las asociaciones, la incidencia de las guerras, el modernismo, el ferrocarril… Estos factores y otros, surgidos en la época contemporánea, permanecen en la memoria colectiva de Ripoll, que han configurado su personalidad.
La historia de un pueblo
Los primeros testimonios de presencia humana en Ripoll datan de la edad del bronce (1500-600 a. C.), cuando sabemos que un pequeño núcleo humano de población vivía cerca de los ríos Ter y Freser y en las montañas que dan personalidad a este lugar. El hallazgo de hachas de bronce y algún dolmen así lo evidencia.
En el siglo IX los habitantes de la región empezaron a reunirse en la intersección de los dos ríos. La causa que lo motivó fue el inicio de la repoblación del territorio, entonces bajo dominio de los francos, y uno de sus artífices fue el conde Guifré el Pelós (840-897).
Este personaje de origen franco, considerado el iniciador de la nación catalana, en 879 fundó un monasterio románico que pasó a ser administrado por una comunidad de monjes del orden de san Benito, bajo la advocación de Santa María. A partir de ese momento el monasterio fue objeto de varias obras destinadas a mejorar su capacidad; por citar las más importantes, mencionaremos la del 888 y la del 1032, año en que el jefe de la comunidad monástica era el abad Oliba.
Estas obras estaban estrechamente ligadas a un aumento del poder político, económico y jurisdiccional del cenobio sobre el territorio catalán.
Los ripolleses, para buscar seguridad, vivían cerca del monasterio, que en el siglo XIV llevó a cabo el levantamiento de una muralla para garantizar a la población poder vivir en paz y rechazar posibles ataques. La preocupación por ofrecer una vida digna a los súbditos hizo que, ya pronto, se instaurara la celebración de un mercado y que se construyera un canal para tomar agua del río Freser. El canal se convirtió en el motor económico de la población, que se dedicaba a trabajar el hierro, el tejido, la madera…
Esta época de bonanza se vio truncada momentáneamente el año 1428, cuando un terremoto causó graves desperfectos en la iglesia y en otras dependencias del monasterio.
La reconstrucción que se hizo a lo largo del siglo XV supuso la adopción del estilo gótico a la hora de levantar arcos y bóvedas, pero no se modificó la estructura de la iglesia olibana. A pesar de este contratiempo, continuó el crecimiento del casco urbano, que empezó a crecer fuera de las murallas, y se crearon dos arrabales o barrios. Fue precisamente el arrabal que quedó al otro lado del río Ter el lugar escogido por el abad Climent Mai para fundar, en 1573, un hospital destinado a curar a los ripolleses.
A pesar de esta deferencia, lo cierto es que durante la edad moderna frecuentaron los enfrentamientos entre el monasterio y los aldeanos, porque estos últimos querían librarse del vínculo que los unía al abad, cosa que no llegó a materializarse, pero ayudaba a desgastar el poder abacial.
Esta situación se agravó con la implicación en conflictos bélicos (Guerra de los Segadores, presencia continuada del ejército francés en Ripoll y Guerra de Sucesión).
Durante los siglos XVI-XVIII la sociedad ripollesa vivió un momento económico excelente gracias a los oficios vinculados al trabajo del hierro: fargaires, clavetaires -que hacían clavos-, cerrajeros, herreros…
De todos los productos que se fabricaban los más importantes fueron las armas de fuego, proceso en el que intervenían tres oficios: encepadores, cañoneros y cerrajeros. La fabricación de armas hizo de Ripoll uno de los principales centros productores del Estado español y uno de los mejores de Europa. Pero no toda la población se dedicó al hierro; así, había gente dedicada al textil, a la fabricación de chocolate, harina… Este panorama se mantuvo hasta principios del siglo XIX.
Durante la Guerra de la Independencia (1808-1814) los franceses frecuentaron Ripoll y estropearon la muralla; además, los ripolleses, en 1812, lograron independizarse del poder del abad, al que estaban sujetos desde el s.IX.
El golpe definitivo que puso fin a la supremacía del monasterio y al período de esplendor económico se produjo en el marco de la Primera Guerra Carlista (1833-1840).
La desamortización propugnada por el ministro Mendizábal supuso que los bienes monásticos pasaran a manos del Estado, que el abad y los monjes abandonaran el monasterio y se marcharan de Ripoll, y que el recinto monástico fuera saqueado e incendiado por individuos descontentos con los impuestos que hasta entonces habían tenido que pagar. Esto ocurría en 1835, pero para los ripolleses el momento más malo no llegó hasta mayo de 1839, cuando el comandante carlista Charles de Espagnac atacó a la población. Después de duros combates, el 27 de mayo los carlistas ocuparon la población y, no suficientemente satisfechos con la victoria, incendiaron y aterrizaron casas, puentes y otras construcciones. En Ripoll había unos 3.200 habitantes antes de 1839; al terminar la guerra sólo eran un millar.
Finalizado el conflicto, algunos de los habitantes regresaron y emprendieron la labor de reconstrucción de sus casas con material (piedras y maderas) que en algunos casos fueron a buscar a los edificios abandonados que integraban el monasterio. Al mismo tiempo, el Estado procedió a la venta por subasta de dependencias monásticas entre los años 1844-1850. La guerra, además de estos cambios, en el aspecto económico hizo de frontera entre un pasado metalúrgico y un futuro que vendría marcado por el predominio del sector textil.
El aprovechamiento de las aguas de los ríos Ter y Freser, en la segunda mitad del siglo XIX, comportó el establecimiento de numerosas fábricas gracias al empuje de industriales foráneos, los cuales, además, se beneficiaron de las mejoras urbanísticas que experimentó la villa en ese período: instalación de la red de agua potable (1882), de alumbrado eléctrico (1892), y la llegada del ferrocarril (1880), fruto de la necesidad de transportar a Barcelona el carbón que se extraía de las minas de Ogassa.
Estos cambios supusieron un aumento de población, que pasó a vivir en la periferia, en especial en las zonas próximas a la vía férrea y en las carreteras que conducían a otras poblaciones.
Es en este momento de crecimiento económico que debe situarse la restauración de la iglesia del monasterio de Santa Maria, gracias al interés del obispo de Vic, dr. Josep Morgades, y de familias ripollesas comprometidas con la cultura. Si bien durante la segunda mitad de siglo XIX se sucedieron varias obras, en 1886 se inició la reconstrucción propiamente dicha, que no finalizó hasta 1893.
La villa de Ripoll, hasta el estallido de la Guerra Civil (1936), experimentó cierto dinamismo, ya que hubo mejoras en diversos ámbitos de la sociedad; en el aspecto arquitectónico destacó la construcción de edificios de estilo modernista, algunos de ellos obra de Joan Rubió, colaborador de Antoni Gaudí. La conexión férrea entre Ripoll y Francia se estableció por medio del ferrocarril transpirenaico inaugurado en 1929. En el ámbito cultural también se viven momentos de bonanza, con la presencia de numerosas asociaciones, orquestas, grupos de teatro, sociedades corales, publicación de periódicos , creación del Archivo-Museo de san Pedro (1929)… Esta prosperidad se vio interrumpida con la guerra y sus consecuencias: la desaparición de cualquier manifestación de catalanidad y la imposición de un nuevo tipo de régimen político.
Pasados los difíciles años de la posguerra, Ripoll volvió a gozar de una época de progreso y expansión. En el ámbito industrial se recuperó el sector textil y creció de forma destacada el metalúrgico.
Este período de bienestar fue muy ligado a un espectacular aumento demográfico, provocado principalmente por los flujos migratorios que llevaron a Ripoll a personas de todo el Estado. Si en 1950 había 7.451 habitantes, a los veinte años ya se había alcanzado la cifra de 10.000.
Para hacer frente a esta llegada de personas, se construyeron viviendas en la periferia de la población, lo que provocó un crecimiento urbano fuera del casco antiguo. Desde el mismo fin de la dictadura, en 1975, la villa experimentó de forma continuada una serie de cambios encaminados a dotarla de los equipamientos necesarios para afrontar con garantías el siglo XXI.
El escudo de Ripoll
Una de las primeras constancias escritas del topónimo Ripoll es del año 890, cuando se menciona el nombre Riopullo o río de chopos. La evolución propia de la lengua, a lo largo de los siglos, le convertiría en Ripoll. En el actual escudo de la villa encontramos representado un gallo en posición de paso hacia la izquierda y que tiene a sus pies el cruce de los ríos Ter y Freser; el color verde representa las montañas que rodean a la población.
Los gigantes de Ripoll
En agosto de 1945, coincidiendo con la celebración de las Fiestas de Santa María de Ripoll, se estrenaron los gigantes. Representan al conde Guifré el Pelós y su esposa Guinedell. Fueron realizados en Barcelona y, como rasgos principales, destacan su peso (50 kilos) y su altura: 3,50 metros.